miércoles, enero 10, 2007

La Fiebre



Gemía. El dolor era terrible, el calor insoportable. Recostado en su cama, la fiebre lo atacaba sin descanso. Era todo tan repentino. Esa noche había vuelto a casa tarde, bajándose de un taxi que tomó para escaparse de la lluvia torrencial que caía sobre la ciudad. Tras dejar su gabardina mojada por la tormenta en una silla y su sombrero de ala en el perchero de la entrada, se había recostado preso de una enorme fatiga. El día había estado gris, y el agua que caía daba la sensación de estar dentro de una película con demasiado humo de cigarrillos de por medio.
Cuando llegó vio, como era de esperarse, a la misma gente. Las mismas mujeres, orejas de muchos, sabían que él llegaría a esa hora. Era un caballero, y muchas podrían haberse acostado con él sin que tuviera que pagar un centavo, no obstante el pagaba casi con un fanatismo religioso por cada uno de los servicios prestados. Cinco mil pesos por la profilaxis, diez mil pesos atención completa.
Esta vez, para su sorpresa, al entrar más en aquella casa lujuriosa, encontró una cara nueva. Era apenas una niñita, y aunque él siempre sabía cuando le mentían, creyó cuando le dijeron que era virgen.
“¿cómo te llamas niña?”- preguntó. La niña no respondió, sus ojos miraban el piso, avergonzada. “Se llama Clara, pero todas le decimos niña no más” – Grito “mamá grande”, la meretriz más antigua del lugar, mientras colgaba del brazo de un viejito con ojos pervertidos. “también presta servicio”- agregó.
No podía creer que una niña como esa estuviera ahí. Parecía que hubiese sido arrancada del campo y que aún no hubiera entendido que estaba en la capital. Su vestido no era provocativo como el de las demás mujeres, sino que tenía margaritas sobre un fondo celeste, y a través de él apenas se adivinaban las formas insipientes de una mujer.
No se trataba de amor, conocía las reglas del juego: se paga, se posee y se va, pero esta vez quiso algo más con esa niña. Le daban ganas de cuidarla, de sacarla de ese ambiente tan corruptor. “te llamaras margarita”- Le dijo. Después le preguntó si quería acompañarlo. La niña apenas asintió, se notaba que tenía miedo. Cuando entraron al cuarto la tomó con cuidado, y tuvieron sexo. Si bien él la veía ahí, si bien escuchaba sus gemidos, sentía como si la niña no estuviera, como si se desvaneciera. No hubo dudas después de eso, la niña no era virgen, todo era una mentira. No hubo desencanto, sino sed de venganza. ¿Quién había sido el que había robado la inocencia de la niña? No se sentía culpable por haberla poseído, ahora ella era una mujer, la había sacado de ese trance en que se cae tras la perdida de la virginidad y la sexualidad inmadura. Dejó de pensar cuando la niña le pidió con más naturalidad de la que esperaba, el dinero por sus servicios. Sintió asco, pagó y se fue. No debería haberse sorprendido, todo en esos lugares era de mentira; los secretos eran conocidos por todos y las verdades siempre permanecían ocultas.
Cuando salía, la única mujer que en ese lugar realmente lo había amado lloró desconsolada aferrando su gabardina. “mátame a mi también, no quiero vivir sin ti. La niña está maldita, por favor mátame a mi también”- Rogó. Sin entender le dijo que no tenía más dinero, que no tenía ánimos y que debía irse, dejándola en el hall de la casa absolutamente desconsolada.
La lluvia afuera era tan fuerte que parecía como si estuvieran tirando baldes de agua desde las terrazas de los edificios del barrio central. El sector era muy pintoresco, un barrio estilo parisino. Estaba casi despoblado, y la mayoría de las casas antiguas estaban usadas como prostíbulos. Algunos tenían mucha clase, como el “letrer féminin” o el “pale blue”, otros eran casas de remolienda llenas de tragos baratos y gatos gordos y peludos.
“¿a dónde va amigo?”- Preguntó el taxista. Pensó en ir a casa de su mejor amigo, a la iglesia, a donde su madre, a algún café en la parte poblada de la ciudad… Se sentía tan solo en el mundo, que de no ser por que la figura del taxista expelía un fuerte hedor por la larga jornada de trabajo, habría pensado que no había nadie más en el mundo. Nadie salvo ella. Aún la escuchaba quebrarse en sus brazos. Su figura, cuando le arrancó el vestido, le pareció tan pequeña que podría haberla tomado con una sola mano y levantarla sin problemas. Ella había llorado mientras cumplía excelentemente sus labores de prostituta y él se había sentido culpable; después se dio cuenta que todo había sido actuado. La niña, si bien no llevaba mucho tiempo en el oficio, había tenido como maestra a las mejores mujeres de la casa, incluida la “mamá grande”, por lo que pronto dominó al derecho y al revés todas las técnicas de la prostitución.

Tenía tantas cosas en la cabeza. “¿Me escuchó amigo?¿Para dónde va?”- Insistió el taxista algo molesto. “mire que es mi última carrera, quiero ir a casa”. Era un buen consejo, por lo que le dio la dirección de su domicilio. De todos modos estaban lejos, así que tendría tiempo para pensar y para llenarse de la desagradable pero necesaria compañía del conductor. Viajaron en silencio unos minutos, la lluvia parecía desear romper el parabrisas del coche. ¿Por qué pensaba tanto en la niña? ¿Por qué alguien como ella estaba ahí? Y sobretodo, ¿qué habría querido decir la otra puta con respecto a la maldición en la jovenzuela? ¿Por qué le había pedido que la matara con él? El taxista miró a su pasajero. “¿Problemas?”- Preguntó. “no, en absoluto”- Fue la respuesta fría que recibió. “Bien, por que le digo que se ve algo pálido, ¿no quiere ir al hospital mejor? Créame, he llevado cadáveres con mejor aspecto” – insistió el taxista. “No, gracias, solo estoy algo mareado…y le recomiendo no llevar más cadáveres, podría meterse en un lío”- Fue la respuesta a la segunda intervención del chofer. “Ud. Manda jefe” – Desistió el conductor.

Cuando llegó a la entrada del edificio estaba sudando y apenas podía ver, pagó con un billete grande para que el taxista hiciera los cálculos pertinentes pero este se tardaba tanto que le dijo que guardara el cambio.

Con mucho esfuerzo llegó al ascensor, cuando se vio en los espejos no lo podía creer: sus ojos estaba rojos y su nariz seca, la cara llena de manchas, como si algo hubiera explotado en su interior. El sudor perlaba su frente ¡Qué manera de hacer calor!. Bajó del ascensor, e intentó abrir la puerta de su departamento. Escuchó pasos. Un amigo le había contado una historia donde a un sujeto lo habían esperado en la entrada de su departamento y le dieron una golpiza para saquear tranquilamente la casa. Decidió esconderse lo más rápido posible. Estuvo ahí treinta minutos y los pasos nunca cesaron. Definitivamente los ladrones eran muy tenaces. Solapado en la escalera del edificio intentó mirar el pasillo. Su sorpresa fue enorme. Los pasos cesaron, en el piso entero no había nadie. Obvió el episodio debido al sueño y volvió a intentar con la llave de la puerta. Tras largos intentos acertó con la cerradura y logró girarla. Se sentía sin fuerzas. Al entrar escuchó más ruidos, pero no se dejó engañar esta vez y no les prestó atención. Miró de todos modos con desgano cada una de las habitaciones, ya no estaba asustado sino extremadamente fatigado. De haber alguien ahí le diría que se llevara todo, pero que lo dejara dormir en paz.

Entro al baño y buscó una aspirina. No podía leer y se tambaleaba peligrosamente. Olvidó la aspirina e intentó llamar a un amigo para que viniera a cuidarlo o llevarlo al hospital si era necesario, pero tampoco consiguió dar con ningún número útil. Debía descansar. Seguramente era el trabajo acumulado, era un hombre con muchas responsabilidades. Sobre la cama cerró los ojos, quería dormir y olvidar todo. Olvidar a la niña, a la puta llorona, el barrio aquel, el taxista, los ladrones, a su madre, la iglesia, el trabajo… Todo le pesaba como un yunque.
El departamento ardía. Apretó los puños, como intentando darse ánimos para poder llegar al control de la calefacción y apagarla. Las lluvias tropicales no eran comunes en la ciudad, de hecho jamás se había producido una, y esto de que lloviera con tanto calor le parecía terriblemente desagradable. Miró por la ventana, la ciudad dormía. Bajó la vista y vio el control de la calefacción. Era un alivio, no tendría que pararse, no estaba seguro de poder hacerlo. Lo tomó y puso el aire acondicionado al máximo. Nunca lo usaba, por que le dolía la cabeza después de mucho rato, pero de todos modos ya tenía una cefalea espantosa, por lo que era imposible que empeorara.

Intentó acostarse definitivamente, pero ni siquiera logró sacarse el pantalón. Siempre fue un hombre vigoroso ¿qué estaba pasando? Pensó que el aire acondicionado estaba averiado, hacía tanto o más calor que como cuando entró a casa. Se limitó a cerrar los ojos –por los que de todos modos ya no veía absolutamente nada- e intentar dormirse sobre la cama con la ropa puesta. A penas cerró los ojos escuchó murmullos. Intentó no atenderlos, pero fueron intensificándose rápidamente. El estrépito llegó a tal nivel que, temiendo que los vecinos reclamaran por el ruido, abrió los ojos para ver qué pasaba. Vio a dos mujeres. Una era delgada y pequeña, con un vestido con vuelos en la parte de abajo. La otra era una mujer algo mayor, voluptuosa. Solo veía algunos contornos, el agotamiento y su deplorable estado no le permitieron identificar quiénes eran. Gimió preguntando quienes eran. Tenía la boca seca y apenas podía articular palabras. No hubo respuesta. A su izquierda se cayó un libro y por reflejo miró, desatendiendo a las extrañas visitantes. Estaba como hipnotizado mirando la nada. El calor, el calor, era insoportable el calor. Volvió a la realidad y se dio cuenta que era el libro lo que había hecho el ruido. Volteó la cabeza a las mujeres pero estás ya no estaban, miró a su derecha, tampoco y dejando caer la cabeza hacia la derecha tuvo el rostro de la mujer pequeña cerca de su boca. Sentía su respiración. Era un alivio, era fría como el aire de un glaciar magallánico. Intentó besarla, pero cuando iba a tocar esos labios de sombra escuchó como la mujer grande le susurraba al oído “está maldita, está maldita” y abruptamente ambas desaparecieron. El calor era más intenso, tenía una fiebre altísima. El brazo izquierdo empezó a cosquillearle, y ese cosquilleo fue aumentando hasta que parecían piquetes de aguja. Algo le taladraba el pecho. Sudaba sin parar, tenía los ojos desorbitados. La fiebre aumentaba. Tenía dificultades para respirar y muchas nauseas. Intentó levantarse, pero ni las piernas ni los brazos respondieron. Ni siquiera podía mover el cuello. El dolor del pecho era intenso, sentía que le explotaría. Sentía que la boca le ardía y tenía muchísima sed. En la espalda sentía como un charco de sudor empapaba su camisa. Pasó la lengua seca por sus labios y se percató que a raíz de la deshidratación tenía yagas en la boca. La fiebre seguía subiendo, había superado la barrera de la hiperpirexia, eso era seguro. Deliraba. Gritó, llamó a su madre. Sentía como la fiebre subía sin detenerse. El dolor en el pecho si intensificó, y los dolores de cabeza eran terribles. Quería vomitar. ¿Qué pasaba? ¿Por qué se sentía tan mal?

Apretó el borde de la cama, se dio cuenta de que era inevitable. Moriría ahí. Quizás a eso se refería esa mujer, esta era la maldición de la niña. Seguramente lo contagio de alguna enfermedad. Entendió que esa prostituta lo había amado y que la niña miraba avergonzada no por ser primeriza en el oficio, sino que por que sabía que él moriría. El corazón se le iba a salir del pecho, tenía taquicardia. Era cuestión de minutos, quizás de segundos. Maldijo por última vez, cogió el termómetro que tenía en el velador y para satisfacer su último deseo se tomó la temperatura: quería saber cuantos grados eran lo que podía aguantar un hombre antes de tener un infarto.

1 de los sospechosos de siempre:

Anónimo dijo...

fuk!

como mierda no ai comentarios????


esta exlente wn,
me encanto tu forma de escribir.

la dura que muxas felicitaciones